Momentos urbanos suizos
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De todos los lagos, ríos y piscinas naturales que probamos a lo largo de los 24 días que estuvimos en las ciudades de Suiza, hay uno que se nos ha quedado grabado a fuego.
El río Aar, en Berna. Un torrente de agua que nace en los glaciares de la región alpina del Bernese Oberland y llega a la capital con una velocidad media de dos metros por segundo.
Los locales han convertido su fuerte corriente en una fuente de desconexión y entretenimiento. Sentarse en la orilla del río Aar y ver pasar a la gente arrastrada por el agua es hipnótico. Antes de lanzarse al río conviene, al menos, saber nadar bien, seguir las indicaciones de los letreros y, si tenemos alguna duda, preguntar a un local.
Hay varias zonas para bañarse en el río. La mejor es Marzili, al ser la más preparada y habilitada para esta práctica. Desde este punto, situado a 10 minutos a pie del centro de Berna, caminamos durante un kilómetro por la orilla del río hasta llegar a un puente llamado Schönausteg. Nos tiramos al agua y nos dejamos llevar por la corriente. A nuestro alrededor, grupos de amigos, parejas y familias hacían lo mismo, convirtiendo el trayecto en una experiencia compartida. Casi todos llevan consigo unas bolsas impermeables que flotan, un artilugio ingenioso que permite a los nadadores guardar su ropa sin que se moje. Puro sentido común suizo.
A medida que nos acercábamos a la zona de Marzili, fue apareciendo el parlamento suizo en alto. En la orilla izquierda nos sujetamos a unas barandillas rojas, que usamos como trampolín para salir del agua. Y vuelta a empezar.


Esa tarde decidimos que nuestro único plan sería caminar.
Durante un paseo mañanero, pasamos por la puerta del Museo de Arte de Berna. Era sábado y un cartel anunciaba entrada gratuita.
Entramos sin pensarlo. Un Rothko, varios Kandinsky, Dalí, Klee, Rodin, Monet, Picasso. Cuadros de gran formato de Ferdinand Hodler que muestran escenas costumbristas de montañeros escalando rocas. Una exposición temporal dedicada al artista ghanés El Anatsui.
No había expectativas creadas ni lecturas previas que influyeran en nuestras percepciones. Alimentamos la mente paso a paso y de cuadro en cuadro.
No investigues de antemano todo lo que tienes pensado ver si no quieres perder la capacidad de sorprenderte. Deja momentos sin planificar. Espacios en los que lo único que te encontrarás es lo que se te cruza por el camino.


Café Portier. Qué buen nombre.
Lo vi, me acerqué y me senté. Sin pensarlo demasiado. Sin darle muchas vueltas.
La antigua guarida del portero es hoy un café sugerente para pasar la tarde. Con aires de los años 50, se sitúa en la entrada de Lagerplatz, una zona posindustrial a la que se le ha devuelto la vida con una mezcla de comercios, tiendas y talleres.
¿Cómo sería mi vida aquí? ¿A qué me dedicaría? Durante el tiempo que tardé en acabarme mi té me monté una vida paralela en Winterthur que empezaba todas las mañanas con tomar el desayuno en el Café Portier.



¿Qué entendemos por comida tradicional en una ciudad en la que el 37% de la población es extranjera?
Markthalle es el lugar al que hay que acudir para descubrirlo. Situado a cinco minutos caminando desde la estación central, la visitamos a mediodía para comer algo rápido y nos encontramos un ambiente distendido y relajado.
Oficinistas y profesionales liberales hacen cola en unos cuarenta puestos que ofrecen comida de todo el mundo. Teriyaki japonés, hummus israelí, dumplings cantoneses, pad thai tailandés, souvlaki griego. Comida afgana, etíope, india, cubana, venezolana, argentina. Las opciones son inabarcables y el hecho de que cada local se especialice en unos pocos platos hace que la calidad-precio sea notable.
Abierto en 1929, el mercado entró en declive a principios de los 2000 antes de ser rescatado por un grupo de promotores que consiguieron reinventarlo. Otro detalle a tener en cuenta: aquí se celebran mercados de pulgas los fines de semana.


Ernst Beyeler dedicó media vida a construir una de las colecciones privadas de arte moderno más completas del mundo.
Y cuando lo consiguió, dedicó lo que le quedaba de vida, junto a su mujer Hildy, a crear una fundación para que cualquier pudiese disfrutarla.
Picasso, Monet, Matisse, Rothko… La lista de grandes nombres presentes en el museo es extensa, muchos de ellos amigos personales de Beyeler. Pero incluso aunque no tuviese ningún cuadro conocido, merecería la pena visitarlo por la singular arquitectura del edificio que lo alberga. Proyectado por el arquitecto Renzo Piano, la fundación se diseñó para potenciar la presencia de la luz natural a petición del propio Beyeler. Era la mejor manera de disfrutar las obras, según el coleccionista. Para ello el arquitecto instaló unos cristales especiales que dejan entrar la luz, pero que, a la vez, filtran los rayos uva más fuertes para evitar dañar las obras. Los ventanales hacen innecesario el uso de luz artificial y permiten contemplar los prados verdes que rodean el edificio.
La fundación organiza, además, exposiciones temporales de altísimo nivel. Durante nuestra visita hubo una retrospectiva dedicada a Hopper.
Beyeler también fue una pieza clave en la consolidación de Basilea como uno de los grandes centros del arte. Tuvo un papel fundamental en los años 70 en la creación de Art Basel, que hoy es la feria de arte contemporáneo más influyente del planeta.


«Siéntate en el lado izquierdo del tren», le digo a Lluís, el fotógrafo que me acompaña en esta aventura.
Me pregunta por qué pero prefiero decirle que espere. Estamos saliendo de la estación de Berna y en poco más de una hora esperamos llegar a Lausana.
El viaje es agradable, pero desde la ventana no se contemplan esas estampas que uno suele asociar con Suiza. Apenas vemos montañas ni lagos, más bien campos agrícolas y bosques.
A medida que el tren se acerca a Lausana, el paisaje pega un vuelco. Estamos de pronto en lo alto de una colina. Debajo aparece una ristra de viñedos en terrazas sobre un lago que parece no acabar nunca.
Lluís se mueve por el vagón del tren intentando exprimir cada ángulo posible con su cámara. Está tan absorto por intentar capturar el paisaje que no le da tiempo a disfrutarlo. La ventana del tren enmarcaba el panorama.
Estábamos volando por encima de las terrazas de Lavaux. Viñedos que llevan un milenio produciendo vino. Un paisaje reconocido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.