Momentos urbanos suizos
0
Prueba ajustar tu búsqueda eligiendo más de una ciudad, eliminando todos los filtros o seleccionando varias experiencias a la vez.
+ momentos


La mejor forma de llegar a una ciudad es en barco. Es una llegada a cámara lenta. Un cuadro que empieza siendo abstracto y difuminado cuando el destino es aún lejano, y que se va haciendo más nítido a medida que nos vamos acercando
Aquel día, el barco entró a puerto y sonó la sirena. El motor de vapor empezó a reducir sus revoluciones. Las gaviotas se volvieron cada vez más ruidosas y agitadas, contribuyendo a la expectación de la llegada. El cielo se fue anaranjado a medida que el sol preparaba su despedida. Los bañistas agitaban sus manos para darnos la bienvenida. El capitán encendió su micrófono y anunció. «Hemos llegado a Ginebra, último destino».



No tuve que coger un tren para encontrar este paisaje bucólico.
Ni montarme en un tranvía para bañarme en estas aguas transparentes. Me alejé 10 minutos a pie del centro de Zúrich hasta llegar a este pequeño embarcadero en el que una barquita de madera esperaba a su dueño.
Esto es Zúrich, la ciudad que vive en una perfecta simbiosis con el agua. Me quité la camiseta, levanté los brazos y me lancé al agua. Veinte minutos después estaba sentado en una terraza urbana comiendo un bratwurst. El placer de lo sencillo. El verdadero lujo es esto.


Los cafés antiguos son el mejor antídoto contra las ciudades fotocopia.
Por el precio de un café tienes un asiento con vistas a la vida de las personas que las habitan, mientras te rodean las reliquias que dejaron otros que las poblaron en vidas anteriores.
En el caso de Confiserie Schiesser, ese café o chocolate caliente merece ir acompañado de sus legendarios bollos y tartas. Fundado en 1870, sigue en manos de la misma familia, que lleva cinco generaciones endulzando la vida de los basilienses.
Para tomarse algo, hay que cruzar la tienda que se sitúa a pie de calle y subir unas escaleras que dan entrada a un salón espacioso revestido de madera. En la esquina, un hombre elegante de unos 70 años con sombrero lee el periódico como en los viejos tiempos, mientras grupos de mujeres charlan animadamente.
Escogemos una mesa pegada a la ventana. Es el mejor sitio para estudiar los movimientos de los ciudadanos que circulan por la plaza, abajo, sin perder la posibilidad de observar también a la gente sentada en el interior del café.
Unas amables y risueñas camareras españolas nos invitan a levantarnos para escoger la comida. Todo entra por los ojos y dejamos que sean ellos quienes guíen nuestra decisión. Pedimos un poco de todo y a echar la tarde.


No es necesario gastarse grandes sumas de dinero para embellecer una ciudad.
A veces todo lo que necesitas es un poquito de imaginación y dar rienda suelta a las plantas. Esta estampa urbana me recordó a ‘Lo pequeño es hermoso’, un libro de los años 70 que abogaba por prestar más atención a lo pequeño como contrapunto a quienes siempre apuestan por el cuanto más grande, mejor. La belleza, frecuentemente, se encuentra en la suma de muchas cosas pequeñas.


Lo más fácil hubiese sido borrar el pasado.
Lo sencillo hubiese sido construir algo nuevo y más práctico. Pero, por suerte, esto no ocurrió.
Hablamos de Lokremise, un edificio industrial que desde 2010 une teatro, danza, cine, arte y un restaurante bajo el mismo techo. Lo hace en un lugar que durante 80 años sirvió como centro de mantenimiento para locomotoras de vapor. Un espacio singular, diseñado en semicírculo, con una entrada decorada con motivos modernistas.
Los ferrocarriles eléctricos poco a poco hicieron obsoletas sus instalaciones y corrió el peligro de acabar bajo la piqueta en los años 80.
Después de unos años de abandono, el Ayuntamiento puso en marcha su maquinaria para convencer a SBB (la Renfe Suiza), los dueños del terreno, de convertirlo en un centro cultural.
Se presupuestaron 22 millones de francos para el proyecto, y en 2008 se organizó un referéndum para refrendar la decisión. La mayoría votó sí.
El edificio está lleno de huellas que homenajean su historia. Un pasado tratado con respeto para poder divulgar la cultura del futuro.


El ser más poderoso del reino animal yace moribundo, consciente del poco tiempo que le queda.
Una daga clavada en el cuerpo le está dejando sin vida. La escultura se inauguró en 1821 para homenajear a los 760 mercenarios de la Guardia Suiza que murieron protegiendo a Luis XVI durante la Revolución francesa.
Pero el mensaje del león moribundo es tan universal que trasciende la razón por la que fue esculpido. Su mirada nos recuerda la necesidad de sentir empatía hacia los demás.
Mark Twain lo describió como «el trozo de piedra más triste, conmovedor y contundente del mundo». Hay lugares turísticos a los que uno llega y difícilmente entiende la fama que tienen. Este no es uno de ellos.