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+ momentosEn Lugano, la presencia del lago es tan envolvente que a veces te olvidas de que estás en una ciudad.
Pero hay dĂas en los que apetece un poco más de urbanidad. Si nos quedamos Ăşnicamente con lo más bello de una ciudad, nos llevaremos un relato incompleto. Para llegar al Bar Oops hay que caminar hacia el interior de Lugano y alejarse de las zonas más monumentales.
Llegamos justo cuando cae el sol. El bar está a rebosar. Se concentran una mezcla de estudiantes y profesionales liberales, que charlan animadamente con esa gesticulación tan vivaz que caracteriza a los italoparlantes. Las mesas son largas y se comparten aumentando las posibilidades de acabar conociendo a un local. Aunque no se sirve comida, los dueños te permiten comprar una pizza en el local de enfrente y comértela allà dentro.
Durante la hora que estuvimos en este bar, fue fácil imaginarse como un luganés más disfrutando de una cerveza tras finalizar una jornada de trabajo. La atracción de lo cotidiano.
Rolf Fehlbaum es un hombre que, a sus 79 años, sigue perdidamente enamorado de las sillas.
No solo ha convertido Vitra en uno de los fabricantes de muebles más prestigioso del mundo, sino que lleva décadas coleccionándolas. El Vitra Shaudepot es un espacio construido a medida para albergar su colección, que cuenta con más de 7.000 muebles, entre ellos 400 sillas expuestas al público.
«Puedes reconocer y entender una época –sus estructuras sociales, sus materiales, técnicas y modas– a través de sus sillas», cuenta el presidente de Vitra.
La exposición permanente recorre 200 años de diseño de sillas cuidadosamente seleccionadas para mostrar su evolución. «Todas las sillas hacen esencialmente lo mismo, invitarte a tomar asiento, pero ningún objeto cotidiano es tan polifacético», afirma Fehlbaum con rotundidad.
Aquà te hemos contado por qué merece la pena visitar el museo Tinguely.
Y con esta foto te mostramos por quĂ© deberĂas parar a tomar algo en su cafĂ© despuĂ©s de ver las obras del artista suizo más importante del siglo XX.
De todos los lagos, rĂos y piscinas naturales que probamos a lo largo de los 24 dĂas que estuvimos en las ciudades de Suiza, hay uno que se nos ha quedado grabado a fuego.
El rĂo Aar, en Berna. Un torrente de agua que nace en los glaciares de la regiĂłn alpina del Bernese Oberland y llega a la capital con una velocidad media de dos metros por segundo.
Los locales han convertido su fuerte corriente en una fuente de desconexiĂłn y entretenimiento. Sentarse en la orilla del rĂo Aar y ver pasar a la gente arrastrada por el agua es hipnĂłtico. Antes de lanzarse al rĂo conviene, al menos, saber nadar bien, seguir las indicaciones de los letreros y, si tenemos alguna duda, preguntar a un local.
Hay varias zonas para bañarse en el rĂo. La mejor es Marzili, al ser la más preparada y habilitada para esta práctica. Desde este punto, situado a 10 minutos a pie del centro de Berna, caminamos durante un kilĂłmetro por la orilla del rĂo hasta llegar a un puente llamado Schönausteg. Nos tiramos al agua y nos dejamos llevar por la corriente. A nuestro alrededor, grupos de amigos, parejas y familias hacĂan lo mismo, convirtiendo el trayecto en una experiencia compartida. Casi todos llevan consigo unas bolsas impermeables que flotan, un artilugio ingenioso que permite a los nadadores guardar su ropa sin que se moje. Puro sentido comĂşn suizo.
A medida que nos acercábamos a la zona de Marzili, fue apareciendo el parlamento suizo en alto. En la orilla izquierda nos sujetamos a unas barandillas rojas, que usamos como trampolĂn para salir del agua. Y vuelta a empezar.
Antes de que la informaciĂłn se guardase en discos duros y centros de datos accesibles para todos, el conocimiento era un bien tan preciado y escaso que se almacenaba en palacios del saber.
Lugares como la biblioteca de la abadĂa de St. Gallen, que lleva más de un milenio custodiando la historia intelectual de nuestros antepasados.
Entre los ejemplares más preciados hay manuscritos elaborados a mano. Esto era antes de la invenciĂłn de la imprenta, cuando el cuero de vaca se utilizaba para la cubierta y la piel de oveja, para las páginas. Escribir cada folio era un proceso tan lento que se podĂa tardar 90 minutos en llenar una página entera.
Cuando entramos al edificio, no solo estamos viendo un tesoro arquitectónico con relieves tallados exquisitos, frescos pintados en los techos y globos terráqueos centenarios.
Estamos viendo una parte de nosotros mismos. Nosotros somos el producto del conocimiento que se ha ido desarrollando en los libros que llenan sus estanterĂas.
Poder observar la biblioteca en tan buen estado es también un milagro en un continente en el que muchos lugares similares se han destruido a causa de las guerras. Es el producto de la estabilidad que ha gozado Suiza durante siglos.
En la entrada de la biblioteca hay una frase escrita en griego antiguo que nunca dejará de ser relevante. «Farmacia del alma». Da igual en qué siglo vivas, el conocimiento siempre va a ser el mejor remedio contra el populismo y la sinrazón.
VivĂmos en la era de la estĂ©tica; de lo visual y lo instagrameable.
Los demás sentidos acaban siendo olvidados e ignorados. Pero en la sala de conciertos del KKL Luzern es al revĂ©s. Lo que se escucha tiene muchĂsima más importancia que lo que se ve.
Este templo del sonido está custodiado por tres pesadas puertas. Cada una de ellas filtra y bloquea cualquier interferencia sonora del exterior. Escondido en el suelo, el sistema de ventilaciĂłn bombea aire tan silencioso que es imperceptible al oĂdo humano.
Todo está medido al milĂmetro para que nada se interponga entre la mĂşsica y el espectador. Cincuenta compuertas se abren y cierran segĂşn el tipo de concierto. El control absoluto de las ondas hace que el rebote de las notas en la pared se amortigĂĽe, evitando ecos molestos para los mĂşsicos.
El responsable de esta obra maestra de la mĂşsica fue Russell Johnson (1923-2007), contratado por el arquitecto Jean Nouvel para velar por la acĂşstica de la sala. El francĂ©s definiĂł la experiencia como «una verdadera aventura en la que inventamos algo nuevo». Nouvel quedĂł tan impresionado por la sabidurĂa de Johnson que lo acabĂł apodando «el guardián del oĂdo».