Momentos urbanos suizos
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No es necesario gastarse grandes sumas de dinero para embellecer una ciudad.
A veces todo lo que necesitas es un poquito de imaginación y dar rienda suelta a las plantas. Esta estampa urbana me recordó a ‘Lo pequeño es hermoso’, un libro de los años 70 que abogaba por prestar más atención a lo pequeño como contrapunto a quienes siempre apuestan por el cuanto más grande, mejor. La belleza, frecuentemente, se encuentra en la suma de muchas cosas pequeñas.


Sentado en completo silencio me imaginé lo que debieron sentir los peregrinos que viajaban durante semanas para llegar aquí cuando entraban por la puerta.
O el monje que, ávido de conocimiento, caminaba valle tras valle para poder venir y consultar algunos tomos de la biblioteca.
El arquitecto que lo diseñó sabía que estaba creando una puesta en escena. Un paisaje interior de arcos y frescos intercalados para despertar la fe de sus visitantes. Cuando observamos esta iglesia en silencio estamos viendo también una foto fija del final de una época.
«La Abacial es uno de los últimos edificios religiosos monumentales del final del período barroco. Construida sobre una estructura simétrica, con una rotonda en el centro, está decorada en estilo rococó», cuenta el informe de la Unesco. Razones de peso que llevaron al organismo a inscribir la catedral y la abadía como Patrimonio de la Humanidad en 1983.
Hoy las iglesias se han convertido en uno de los últimos refugios del silencio. Un lugar para escuchar el silencio.


Esta es la historia de un rico heredero desencantado de los negocios que dedicó su vida a coleccionar obras de arte.
«Una compensación necesaria para la desolación espiritual de mi entorno diario». Un relato que ayuda a explicar por qué una ciudad de 100.000 habitantes tiene una colección de arte que no se encuentra en muchas ciudades que superan el millón.
Se llamaba Oskar Reinhart (1885-1965), nació en Winterthur y pronto se dio cuenta de que lo suyo no era llevar una empresa. Pero tuvo el buen juicio de mantener sus acciones y enseguida empezó a invertir los beneficios que recibía cada año en comprar cuadros.
No lo hacía al azar, ni tampoco le interesaba ser marchante. Lo suyo fue un proceso metódico de recopilación que le llevó a tener una de las colecciones de arte más importantes de Suiza. Más de 600 pinturas que incluyen nombres como Delacroix, Courbet, Degas, Pissarro, Sisley, Renoir y Van Gogh, además de una notable colección de pinturas alemanas románticas.
Aquella mañana nos dirigimos al centro de operaciones de Reinhart. Una villa llamada Am Römerholz que encargó construir en 1915 en una colina con vistas a Winterthur.
Aquí, el joven Reinhart supervisaba la compra de obras. Un artículo de Neue Zürcher Zeitung publicado sobre su vida en 2015 lo describe como una persona disciplinada con los gastos que intentaba no perder el juicio cuando le ofrecían cuadros de pintores famosos. No quería caer en la tentación de comprar un cuadro de segunda de un artista de primera.
El gran beneficiado de su buen ojo fue Winterthur. Desde muy pronto, el heredero tomó la decisión de legar su colección a la ciudad. Obras que hoy se dividen entre la villa y el museo Reinhart am Stadtgarten, en el centro de la ciudad.
Desde el primer momento que cruzamos la puerta de entrada de la villa notamos el buen gusto de este mecenas. Un jardín frondoso rodeaba la casa, con una mezcla variopinta de especies naturales.
En la parte delantera de la casa nos esperaba una terraza acogedora regentada por una simpática camarera dicharachera, que le quitó solemnidad a la villa. No hablaba apenas inglés y nosotros apenas unas pocas palabras de alemán. Recurrimos al lenguaje universal de los signos para hacernos entender.



Podría haber estado allí todo el día.
Sentado en el puerto de Ouchy vi entrar y salir media docena de barcos en el espacio de una hora. Pero no eran barcos cualesquiera. Todos funcionaban con vapor, y tenían más de un siglo de vida. La posición de Lausana, situada en el centro del lago Leman, la convierte en un lugar de mucho trasiego para estas embarcaciones.
Que estos barcos monumentales sigan siendo los reyes del lago tiene mucho que ver con el compromiso de CGN, un consorcio público privado que lleva desde el siglo XIX transportando pasajeros por el lago de Lemán.
Lo conseguido por la región es único en el mundo: mantener vivos y en perfectas condiciones barcos de vapor centenarios. Un regalo para quienes tenemos la buena fortuna de subirnos a ellos (todos los trayectos están incluidos en el precio del Swiss Travel Pass).
Los trayectos a bordo de estas joyas son principalmente viajes de placer. No se busca atajar ni ganar tiempo. Lo importante es el recorrido.


Para alcanzar los tesoros de Morcote hay que sudar la gota gorda.
El pueblo es una sucesión de escalinatas empinadísimas que conectan sus distintas áreas.
De pronto, silencio, sombra y frescor. Habíamos alcanzado la iglesia de Santa María del Sasso. El cansancio se desvaneció. Lluís se fue hacia la única ventana dónde entraba un poco de luminosidad y captó estos rayos de luz chocando con este cuadro sombrío y negro.
La expectación se había cumplido. Ahora quedaba la tranquilidad de haberlo alcanzado.


Lo primero que llama la atención al entrar al museo Tinguely es ver niños correteando y subidos a las obras.
Una niña de unos 8 años se acerca a una de las esculturas y pisa un botón. La escultura cobra vida y genera un maravilloso estruendo. Si Jean Tinguely estuviese vivo hoy, esta escena le hubiese gustado.
El artista suizo luchó toda la vida para quitar solemnidad al arte. El juego es una parte vital de la vida y buscaba que estuviera siempre presente en sus obras. Sus piezas son máquinas imperfectas construidas con una enorme variedad de objetos en desuso. Tinguely era capaz de juntar una cabeza de caballo, una noria, las cortinas antiguas de un teatro, una rueda de una bici y un tambor para generar esculturas en movimiento. Sus máquinas son como la vida misma: imperfectas, desordenadas, bellas, ruidosas, molestas.
El escultor disfrutaba también destruyendo algunas de sus obras y generando grandes performances que acababan con explosiones. Era su manera de recordarnos que las máquinas podían matarnos si caían en las manos equivocadas.
El tiempo tiende a olvidar y por eso este museo sigue siendo tan importante. Tinguely sigue siendo relevante para los tiempos en los que vivímos por la manera en que reflexionaba sobre la tecnología sin perder el sentido del humor. Un espíritu que lo guió hasta el final de su vida en 1991.
En lugar de una ceremonia sombría y triste, preparó un funeral en el que desfilaron varias de sus esculturas en movimiento. Más de 10.000 personas se despidieron del artista suizo más importante del siglo XX.