Momentos urbanos suizos
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La proliferación de páginas como Tripadvisor ha llevado a muchos a no poder tomar una decisión sin consultar primero las puntuaciones y opiniones de otros usuarios sobre un bar, hotel o restaurante.
Y aunque puede tener su sentido en determinados momentos, hacerlo por defecto nos lleva a perder uno de los factores más placenteros de viajar: la sorpresa y la improvisación.
Algo así nos pasó con el bar Drei Eidgenossen, situado en Rathausgasse, una de las calles más antiguas de Berna. No fue necesario mirar ninguna web ni preguntar a nadie para sentarnos en su terraza. La energía que desprendía era suficiente. Nuestra intuición nos dijo que este era un buen sitio para parar a tomar algo, y así fue. Si alguna vez te equivocas, tampoco pasa nada. Es un pequeño precio que hay que pagar para tomar las riendas de tu viaje. No podemos delegar todas nuestras decisiones en los demás.


Esta es la historia de un rico heredero desencantado de los negocios que dedicó su vida a coleccionar obras de arte.
«Una compensación necesaria para la desolación espiritual de mi entorno diario». Un relato que ayuda a explicar por qué una ciudad de 100.000 habitantes tiene una colección de arte que no se encuentra en muchas ciudades que superan el millón.
Se llamaba Oskar Reinhart (1885-1965), nació en Winterthur y pronto se dio cuenta de que lo suyo no era llevar una empresa. Pero tuvo el buen juicio de mantener sus acciones y enseguida empezó a invertir los beneficios que recibía cada año en comprar cuadros.
No lo hacía al azar, ni tampoco le interesaba ser marchante. Lo suyo fue un proceso metódico de recopilación que le llevó a tener una de las colecciones de arte más importantes de Suiza. Más de 600 pinturas que incluyen nombres como Delacroix, Courbet, Degas, Pissarro, Sisley, Renoir y Van Gogh, además de una notable colección de pinturas alemanas románticas.
Aquella mañana nos dirigimos al centro de operaciones de Reinhart. Una villa llamada Am Römerholz que encargó construir en 1915 en una colina con vistas a Winterthur.
Aquí, el joven Reinhart supervisaba la compra de obras. Un artículo de Neue Zürcher Zeitung publicado sobre su vida en 2015 lo describe como una persona disciplinada con los gastos que intentaba no perder el juicio cuando le ofrecían cuadros de pintores famosos. No quería caer en la tentación de comprar un cuadro de segunda de un artista de primera.
El gran beneficiado de su buen ojo fue Winterthur. Desde muy pronto, el heredero tomó la decisión de legar su colección a la ciudad. Obras que hoy se dividen entre la villa y el museo Reinhart am Stadtgarten, en el centro de la ciudad.
Desde el primer momento que cruzamos la puerta de entrada de la villa notamos el buen gusto de este mecenas. Un jardín frondoso rodeaba la casa, con una mezcla variopinta de especies naturales.
En la parte delantera de la casa nos esperaba una terraza acogedora regentada por una simpática camarera dicharachera, que le quitó solemnidad a la villa. No hablaba apenas inglés y nosotros apenas unas pocas palabras de alemán. Recurrimos al lenguaje universal de los signos para hacernos entender.



La mejor forma de llegar a una ciudad es en barco. Es una llegada a cámara lenta. Un cuadro que empieza siendo abstracto y difuminado cuando el destino es aún lejano, y que se va haciendo más nítido a medida que nos vamos acercando
Aquel día, el barco entró a puerto y sonó la sirena. El motor de vapor empezó a reducir sus revoluciones. Las gaviotas se volvieron cada vez más ruidosas y agitadas, contribuyendo a la expectación de la llegada. El cielo se fue anaranjado a medida que el sol preparaba su despedida. Los bañistas agitaban sus manos para darnos la bienvenida. El capitán encendió su micrófono y anunció. «Hemos llegado a Ginebra, último destino».


¿Cómo se rinde tributo a la vida y obra de Paul Klee, uno de los artistas suizos más importantes del siglo XX?
Construyendo un museo en su honor. Pero no cualquier museo. Aquí no hay una exposición permanente. Todas son temporales y cada una busca destacar elementos nuevos y desconocidos de Klee.
Cuando lo visitamos, había una muestra temporal sobre los paralelismos entre Klee, Charlie Chaplin y el caricaturista Sonderegger. La colección cuenta con 4.000 obras que rotan constantemente según la temática elegida.
Pero el placer de visitar el museo no se limita a ver cuadros. El edificio es una obra maestra de la arquitectura contemporánea. Las tres olas que dominan la estructura hunden sus cimientos en el pasto verde que lo rodea. Una parte importante del interior está construido bajo tierra, contribuyendo a crear una perfecta armonía con el entorno.
En palabras de Renzo Piano, el arquitecto de este edificio, «Klee no merece un museo, sino un paisaje. Cuando conocí el lugar lo entendí como una escultura de tierra. Por eso debía trabajar en ella como un campesino».


No es necesario gastarse grandes sumas de dinero para embellecer una ciudad.
A veces todo lo que necesitas es un poquito de imaginación y dar rienda suelta a las plantas. Esta estampa urbana me recordó a ‘Lo pequeño es hermoso’, un libro de los años 70 que abogaba por prestar más atención a lo pequeño como contrapunto a quienes siempre apuestan por el cuanto más grande, mejor. La belleza, frecuentemente, se encuentra en la suma de muchas cosas pequeñas.


En Les Grottes habita una Ginebra paralela sin vistas al lago ni hoteles de lujo ni tiendas de alta gama.
Es una Ginebra con los pies en la tierra, sin nombres compuestos, donde la gente se pide un café y echa la tarde.
El barrio ha mantenido su personalidad gracias a muchas décadas de lucha vecinal. Las movilizaciones más importantes ocurrieron en los años 70, consiguiendo paralizar un plan del Ayuntamiento que intentó arrasar el barrio para construir un centro comercial y bloques de viviendas.
Hoy Les Grottes está a salvo, pero su espíritu iconoclasta se está viendo amenazado cada vez más por la gentrificación. De momento, la ciudad cuenta con una ventaja para mantener la paz social: un parque de viviendas de protección oficial con alquileres asequibles.