Momentos urbanos suizos
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Me gusta cuando los museos están planteados como una ruta.
Siempre es posible subvertirla. Puedes probar a hacerlo al revés. Pero en el museo de arte de Winterthur el viaje era demasiado placentero como para ir a contracorriente. Las primeras salas son auténticas maravillas de principios del XX, en las que no solo destacan las obras, sino la arquitectura que las acompaña.
Pero la ruta tomó un rumbo interesante cuando llegamos hasta el final del edificio original. Una puerta pequeña en la esquina llevaba a un pasillo. Y desde ese pasillo entramos, de pronto, a un edificio blanco, de techos altos y de aspecto completamente contemporáneo.
En unos pocos metros nos habíamos trasladado desde principios del siglo XX hasta el XXI. Fue un salto grande. Un contraste estimulante e intenso en el que el museo se convirtió en una máquina del tiempo. El viaje acabó en una sala amplia, casi vacía, con una escultura flotando en el ambiente.
¿Qué pensará la persona que vea esta misma escena que yo presenciaba ahora en 2120? ¿Le parecerá exótico? ¿Sentirá desapego o fascinación por algo que tiene más de un siglo de vida? ¿Habrá un tercer edificio para entonces que refleje los anhelos y deseos de la época? La imaginación me permitió seguir viajando por lo menos durante un siglo más.



175 kilómetros de carriles bici convierten a Winterthur en la mejor ciudad de Suiza para ir en bici.
Casi todo lo importante se puede alcanzar a pie, pero si tienes poco tiempo, ¡alquilate una!



Antes de que nos pusiéramos gafas para ver imágenes en 3D, había una tecnología que buscaba hacer lo mismo sin necesidad de usar pantallas ni electricidad.
Consistía en pintar escenas en edificios circulares y añadir elementos físicos para generar la sensación de estar viviendo una experiencia en tres dimensiones. A esas pinturas las llamaron panoramas.
Popularizados en el siglo XIX, uno de los pocos panoramas que quedan en el mundo se encuentra en Lucerna. La pintura tiene 112 metros de largo y se desarrolla a lo largo de un muro esférico. Muestra al ejército francés derrotado cruzando la frontera suiza tras el final de la Guerra Franco Prusiana.
El paisaje interminable está cubierto de nieve. Se masca la desolación que produce la guerra. Un alegato antibélico absolutamente conmovedor.


Hay un museo de arte en St. Gallen en el que no hay que pagar entrada.
La visita consiste en colarse en los pasillos y exteriores de un campus universitario.
Murales gigantes de Joan Mirò pintados sobre las cornisas de las puertas; esculturas de Hans Arp y Alicia Penalba en los patios interiores; móviles de Calder que cuelgan de los tragaluces; brochazos de Tàpies adheridos a las paredes. Los afortunados estudiantes de la Universität St.Gallen se encuentran con estas obras a diario.
Es el resultado de una política iniciada por el rectorado en los años 60 para inspirar a sus estudiantes. Las obras se fueron encargando a la vez que los edificios para estar completamente integradas en el paisaje del campus, una visión más viva del arte, que normalmente exige visitar un museo para ser apreciado.
La vinculación de los estudiantes con las obras es tal que un grupo de alumnos han montado una asociación llamada proARTE, encargada de organizar visitas guiadas por las instalaciones.
Nosotros optamos por explorar el mejor no-museo de arte de Suiza a nuestro aire.



Después de unos días de sol, las nubes grisáceas se confabularon esa mañana para dar un aire de intriga al jardín botánico.
Entramos en uno de los invernaderos y un aspersor empezó a regar el ambiente con agua pulverizada, contribuyendo a remarcar la atmósfera misteriosa. Las plantas empujaban contra los cristales empañados creando escenas que parecían sacadas de un cuadro impresionista. Mi primer impulso fue fotografiarlo todo. Pero desistí para no perderme muchas cosas.
El jardín botánico de Ginebra es un mundo natural miniaturizado. Un lugar en el que plantas de los seis continentes comparten espacio y vida. Uno de los lugares favoritos de los ginebrinos para sus citas, comer un bocadillo a mediodía o simplemente huir de la ciudad sin salir de ella.
Un viaje dentro de un viaje para ver las maravillas del mundo natural.


Mientras los asistentes hacían cola para la exposición temporal de Hopper, nosotros nos alejamos del barullo dirigiéndonos a las habitaciones situadas en el extremo opuesto de la fundación Beyeler.
De pronto, llegamos a una pequeña sala escondida de todas las demás. En su interior reinaba el silencio y había cuatro cuadros, todos de Mark Rothko. En el centro, un banco solitario nos invitaba a tomar asiento.
«Si solo te fijas en el color, te acabarás perdiendo algo. Me interesa expresar solo las emociones humanas más básicas», decía el artista. Para él, el espacio donde se veía el cuadro era tan importante como el cuadro en sí mismo. Elegía lienzos grandes para que la obra te envolviese. «¡Estas dentro de él, es algo que controlas tú!», afirmaba Rothko. «La gente que llora ante mis obras están teniendo la misma experiencia religiosa que cuando los pinté».
Durante esos 10 minutos que permanecimos en la sala sentimos a Rothko como nunca lo habíamos sentido. No era un cuadro que nos pidiese viajar a otro lugar. Todo lo que tenía que decir estaba allí en el momento presente.